domingo, 25 de abril de 2010
FERNANDO CASANOVA
¿Por qué se hizo católico?
La proclamación del Dr. Fernando Casanova responde al gran tesoro que descubrió en la Iglesia Católica. No importa el tema de la ocasión, o si se trata de su testimonio, de una predicación, taller o curso, él siempre exalta la fe, doctrina, espiritualidad y moral católica.
El cuestionamiento principal en el proceso de conversión del reverendo Fernando Casanova fue la Eucaristía. No obstante, él es el primero en reconocer que hubo otros temas importantes con los cuales tuvo que lidiar: la excelencia y el rol de la Virgen María en la historia de la salvación, el culto a la Virgen y a los santos, el primado de San Pedro, el papado, el bautismo de infantes y el sacramento de la Confesión. Siempre, sin excepción, encontró una respuesta contundente a favor de la Iglesia Católica Romana.
El Dr. Fernando Casanova reconoce que no siempre descubrió la Verdad católica por iniciativa propia, sino sin quererlo y sin procurarlo; de hecho, por mucho tiempo se resistió, pues no quería hacerse católico.
Hasta que se encontró retando al Señor sometiéndome, por ejemplo, al sacramento de la Reconciliación (Confesión), y predicando en su iglesia pentecostal sobre María y la Eucaristía, y negándose a bautizar al modo protestante, y rehusándose casar a católicos, y enseñando la versión católica de la teología a los seminaristas evangélicos… y un largo etcétera.
Como era de esperarse, una situación extraordinaria de conversión como esta tuvo que ser muy difícil y dolorosa, sobre todo cuando se pierde el afecto de amigos y los hermanos en la fe, y cuando se sacrifica la vocación para la que se creía llamado por Dios, pero sobre todo cuando se perjudica el matrimonio porque el cónyuge no comprende por qué su esposo decide hacerse católico, con lo antipática que les solía parecer esa Iglesia y sus prácticas.
Los esposos Casanova sólo platican de estas dificultades cuando participan de actividades de evangelización y formación a las que son invitados. Este no es el lugar para versar sobre situaciones privadas tan neurálgicas.
Sin embargo, sí podemos aprovechar algunas líneas escritas por el Dr. Fernando Casanova sobre las razones bíblicas, teológicas y espirituales que tuvo para hacerse católico.
A continuación presentamos un breve resumen de estas razones, que hemos tomado y adaptado de una conferencia que dictó Fernando en la XVI Convención de la Asociación Nacional de Sacerdotes Hispanos de los Estados Unidos, el 11 de octubre de 2005, en San Juan.
En esta conferencia se enfatizó el tema de la Eucaristía, que fue la cuestión más importante en la conversión de Fernando, y luego también de su esposa.
El pentecostalismo y yo
Fui criado en la tradición pentecostal. Nunca conocí otra experiencia de fe. No fue difícil para nuestra familia identificar esa fe evangélica y pentecostal como la causa de nuestra excitante vida espiritual, y como razón de nuestra grata convivencia familiar.
Estaba tan agradecido de Dios por el orden religioso en nuestras vidas, por las nuevas oportunidades que me regaló después de haber abandonado la fe de mis padres, viviendo por algún tiempo una vida juvenil desordenada, que decidí entregarme al Señor en cuerpo y alma. Pronto me sentí llamado por Dios a ser pastor. Respondí enseguida. ¡Qué mejor manera de vivir para mi Dios que trabajar para él!
Pero una vez involucrado en el ministerio se me develaron otras razones para querer procurar una vida espiritual cabal, más aferrada a la Escritura, dependiente de la perfecta voluntad de Dios y en sintonía con la Iglesia que él parecía haber establecido en el Nuevo Testamento. Es que tenía que haber algo más profundo, alternativo, en línea con la intención original de Jesús y en comunión con los primeros apóstoles y con aquella Iglesia primitiva de la que me creía heredero, pero de la cual me distanciaba la realidad que comencé a percibir cuando me inauguré como ministro y pastor.
Al principio me entusiasmé con las propiedades liberadoras de la religiosidad pentecostal, y me adherí a ella con todo el corazón. Cuando accedo al ministerio por convicción y vocación, me di cuenta de que arriba, en el liderato, y lejos de la buena fe del pueblo creyente, se encuentra una actitud generalizada de embaucamiento. De pronto, di al traste con la realidad: yo era parte de una ínfima minoría. Me relacioné con otros colegas que se daban cuenta de la corrupción y de la incongruencia con el evangelio de Jesús, con la idea paulina del ministerio cristiano (cf. 2 Co 11, 4 al 12, 21) y con la vida de la Iglesia primitiva (cf. Hch 2, 42.44; 5, 40; 9, 16; 14, 22; Col 1, 24), pero mis compañeros se conformaban.
Tenían miedo. Les preocupaba más su propio bienestar y sus sueldos, y terminaban haciéndose cómplices de la religiosidad sensacional tipo espectáculo. Vi a muchos sucumbir a la fascinación de los predicadores que presentaban a la religión como un show para escapistas: una incubadora de sentimentalismo que atraía a embaucadores apegados al dinero fácil y a la fama. Estos personajes descollaban como súper apóstoles: “¡el hombre de Dios para este tiempo!” o “el Evangelista Internacional”, de los que se resguardaban al lado de un elegante escudo de armas circundado por las palabras “Mengano Ministries”, o detrás de vistosos letreros con la foto artística del pastor y su esposa.
Estos personajes carismáticos se iban constituyendo en los paradigmas del nuevo ministro pentecostal, un prototipo que yo no quería emular y que rechacé con todas mis fuerzas.
Profesor de teología en el seminario pentecostal
Se me ocurrió que podíamos volver a aquel primer cristianismo, genuino y martirial, que el movimiento pentecostal había tratado de revivir cien años atrás. Pensé que todo sería cuestión de buena educación teológica. Así que me fui al Colegio Bíblico Pentecostal a enseñar teología. Este era el Seminario de mi denominación y el único colegio bíblico acreditado fuera de los Estados Unidos continentales. Obtuve la Cátedra de Teología Sistemática que ostentó el Dr. Richard González por más de treinta años antes de retirarse. Me sentí optimista; sentía que podía hacer algo formando a los seminaristas que ejercerían el liderato pentecostal en el futuro.
Tomé mi nueva responsabilidad con pasión. Sin pausa enfaticé en la imperiosa necesidad de atender las incongruencias éticas y doctrinales. Lo único que me movió fue el convencimiento de que teníamos que actuar conforme a la Iglesia que descubrí en la Biblia; una Iglesia apostólica (Jn 15, 16; 20, 21; Lc 22, 29-30; Mt 16, 18; Jn 10, 16; Lc 22, 32 [Jn 21, 17]; Ef 4, 11; 1 Ti 3, 1.8; 5, 17), con autoridad (Mt 28, 18-20; Jn 20, 23; Lc 10, 16; Mt 28, 20), perpetua (Is 9, 6-7; Dan 2, 44; 7, 14; Lc 1, 32-33; Mt 7, 24; 13, 24-30; 16, 18; Jn 14, 16; Mt 28, 19-20, infalible (Jn 16, 13; 14, 26; 1 Ti 3, 15; 1 Jn 2, 27; Hch 15, 28; Mt 16, 19). Otra idea bíblica que me martillaba la cabeza constantemente era la unidad completa (espiritual y visible) de esa Iglesia (Jn 10, 16; 17, 17-23; Ef 4, 3-6 [cf 3, 21; 4, 14]; Rm 16, 17; 1 Co 1, 10; Flp 2, 2; Rm 12, 5; Col 3, 15). Y ni se diga la contrariedad que me quitó el sueño por mucho tiempo cuando me confronté con el testimonio acerca de la Iglesia Católica de los llamados Padres de la Iglesia, en los primeros siglos de la era cristiana: San Clemente Romano (97 d.C.), San Justino Mártir (155), San Ignacio de Antioquía (165), Tertuliano (197), San Cipriano (250) y San Agustín (397), entre otros.
Cuando constaté el fondo eclesial de la Biblia y del cristianismo primitivo, se me comenzó a aparecer la Iglesia Católica como la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Mi optimismo inicial en el Colegio Bíblico se convirtió en una profunda tristeza. Sabía que era responsable del destino eterno de muchas almas. Sabía que un ministro mal formado o con distorsiones éticas era un peligro. La desilusión fue inminente; yo me mortificaba señalándole a todos lo que decía la Biblia, Jesucristo, sus apóstoles y los Padres de la Iglesia, y ellos insistían en suspirar por ministerios deslumbrantes, construcciones majestuosas y exposición en los medios.
Así que me concentré en la oración y el estudio profundo de la Biblia y la historia. En medio de esta búsqueda se hizo evidente que el problema radicaba, a la luz de la Iglesia que constatamos en la Biblia y los Padres, en cuál de las pretendidas iglesias se encontraba la plenitud de la gracia y del conocimiento divino (cf. Mt 28, 19-20; Jn 20, 30; Ga 1, 9; Ef 1, 22; 2, 21; 1 Ts 2, 7; 2 Ts 2, 15; 1 Ti 3, 15; y 1 Jn 2, 19; 4, 6).
La verdadera Iglesia de Jesucristo
Me mortificó ver que, a pesar de que Dios proveyó el Espíritu Santo para conducirnos a la verdad completa, al conocimiento pleno y a una relación de donación de sí mismo (Jn 16, 12-15 [Rm 8, 14-17.23-27]), lo que se podía verificar era una funesta realidad religiosa de división, de fragmentación y de oposición entre los seguidores de Jesús. Cada vez que me fijaba en el espectro religioso de nuestro entorno pentecostal para identificar una respuesta o clave de solución, se me hacía más evidente una escandalosa realidad de relativismo religioso por la división que acusaba a nuestro Señor de mentiroso, pues él había urgido y anunciado lo contrario de su Iglesia (Jn 17, 20-26; Hch 2, 42-43; 1 Co 1, 10; Ef 4, 1-6; Etc.). La realidad que tenía de frente me denunciaba a un montón de espíritus que aducían ser el Espíritu Santo, pero que referían a muchas verdades diversas y contradictorias entre sí. Tuve que reconocerlo: la división entre los cristianos no sólo atentaba contra la disposición eclesial de Jesús, sino que también era la causa principal de la incredulidad (Jn 17, 21.23).
Aquel mundo protestante y de sectas no podía ser la Iglesia que Cristo convocó para su gloria, para remitir a su reino y señalar su verdad (¡en singular!).
Estaba seguro de que Jesús no se había equivocado; de que había una sola verdad que conduce a un solo Señor, y de que para mayor gloria de Dios esta verdad debe ser transmitida sin ambigüedades por una sola Iglesia (Ef 3, 21; 4, 3-6.14-15). La evidencia bíblica, el sentido común y la historia me señalaban a la Iglesia Católica como la Iglesia de Jesucristo, la original y la única. De hecho, ningún protestante, por más anticatólico que fuese, podía negar que la Iglesia de Jesucristo que conocemos como Católica, se mantuvo constantemente diciendo y estableciendo la verdad; sobre la Trinidad (Nicea, 325), la personalidad divina de Cristo (Efeso, 431), la divinidad del Espíritu Santo (Constantinopla, 381) y hasta sobre el canon bíblico (Cartago, 493, y Roma, 497). En adición, todas estas verdades echaban por tierra la hipótesis anticatólica de la corrupción de la Iglesia por Constantino y el Edicto de Milán de 313. ¡Se suponía que la Iglesia Católica se hubiera corrompido en esa fecha!
Vez tras vez, evidencia tras evidencia, me indicaban una realidad que me obligó a reconocer que era muy probable que la Iglesia Católica fuera la Iglesia de Jesucristo, y que era muy improbable que nuestras diversas iglesias (¡más de 30,000 en 1999!) fuesen esa única Iglesia del Señor, con todas las notas que correspondían al pueblo de Dios en el nuevo testamento.
No quería hacerme católico
Durante este proceso de conversión resistí al catolicismo con todo lo que tenía a mi alcance. Cuando la excelencia y la veracidad de su doctrina me alcanzaron por fin, es decir, cuando mis reservas de índole bíblico, teológico, histórico (en especial cuando caí en la cuenta de la existencia de una leyenda negra rabiosamente anticatólica) y espiritual (cuando entendí que la piedad católica, sobre todo la mariana, estaba cimentada en un sólido fundamento teológico que se gesticula y expresa a través del comportamiento y del lenguaje del amor, tal y como me conduzco cuando expreso con gestos y palabras controvertibles el amor y la pasión que siento por mi esposa [«soy sólo tuyo y de nadie más; te adoro, mi amor; eres la razón de mi vida», etc.]) se desvanecieron, opte entonces por hacerme de la vista larga y seguir sin hacer caso a la voz de mi conciencia y de mi razón: decidí continuar con mi ministerio, ocultando mis descubrimientos y tratando de demostrar que creía lo que predicaba y enseñaba. Siento mucho admitirlo, me da vergüenza, pero la verdad es que decidí actuar en adelante como un hipócrita. “No quiero hacerme católico, no me conviene, no me caen bien.”
Encuentro con la Eucaristía
Aceptando el reto lanzado por un fraile capuchino fui a ver una Hora Santa. El religioso me enteró de una comunidad “muy eucarística”, que tenían exposiciones del Santísimo programadas, y que se aprestaban esa misma noche a celebrar una adoración eucarística. Y me remitió a la parroquia Santa Bernardita, de Country Club, esa misma noche a las 7:30.
Quedé absorbido de inmediato por los detalles de ambientación y embellecimiento del altar, la ornamentación majestuosa del presbítero, una custodia hermosísima, incienso por el altar, luces de escenario, música sublime… y la disposición y devoción de aquellos fieles no tenían precedentes en mi memoria.
Hasta que caí en la cuenta de lo que hacían: ¡adoraban un trozo de pan!
Y para colmo el sacerdote le oraba con tanta seguridad y confianza, muy solemne, pero con familiaridad, similar a mis oraciones, pero él oraba con más convicción, como si de veras estuviera frente al Señor. Ese cura, y las cerca de 200 personas que le acompañaban, estaban convencidos de que lo que estaba colocado en la custodia los escuchaba, y de que era Jesucristo.
Se me ocurrió que si esas personas estaban equivocadas, y yo deseaba que lo estuvieran, entonces lo que me habían enseñado de niño era cierto a fin de cuentas: los católicos son idólatras. Durante algunos años me tuvieron a la defensiva con los temas y circunstancias que narraba al principio, pero ya no. Era imposible que estuvieran en lo correcto. Era increíble para mí que pensaran que adoran a Jesús y que se lo puedan comer.
Pero… y si están en lo correcto. El capuchino era un joven muy inteligente y creía sin ambigüedades en la antiquísima doctrina de su Iglesia al respecto.
No obstante, por alguna razón, sentía que ahora sí los había atrapado. Había analizado el punto de vista de la crítica protestante a la Iglesia Católica en este asunto y no le encontraba posibilidad a esa idea de la presencia real y verdadera del cuerpo y la sangre de Cristo en la misa, y mucho menos en los altares para culto de adoración. No podían tener la razón, ahora no.
De momento el sacerdote se levanta en procesión y comienza a ser seguido por sus acólitos. Tenía la custodia, la llevaba en solemne desfile. Las luces le seguían y el humo del incienso le precedía. A medida que se acercaba se escuchó el tintineo insistente de de unas campanitas. Y una vez más la excelente música y la voz bellísima de una joven se juntaron para cantarle a la presencia. Cuando tuve el Santísimo como a 10 pies de distancia se me ocurrió una idea para romper de una vez por todas con el catolicismo: “Si logro demostrar fuera de toda duda razonable, por la Biblia, que esta gente esta adorando a un trozo de harina cosida, y no a Jesucristo, entonces serán en realidad unos idólatras, unos alucinados que han estado confundidos o engañados por no atenerse a la realidad de los sentidos y por desconocer las escrituras. ¡Esto no esta en la Biblia!”
Y retomé la Biblia para contradecir y desenmascarar la falsedad de esa práctica idolátrica. Mi temor se convirtió en un apabullante optimismo, pues estaba seguro de que había descubierto la puerta para salir del atolladero en el cual me tuvo el catolicismo por los pasados tres años. Tramé primero desbaratar la legitimidad de esa práctica mediante el estudio bíblico, y luego, con el entusiasmo de aquella indudable victoria sobre la idolatría católica, podría volver a encarar los otros temas que me tenían a la defensiva frente al catolicismo.
Esta coyuntura fue para mí la posibilidad de lograr al menos un empate: “Si los protestantes estamos mal, ellos también, y si ambos estamos equivocados alguna salida habrá, como el agnosticismo o incluso otra religión.” Así estaban las cosas en mi corazón.
La Eucaristía según los evangélicos
Yo enseñaba teología sistemática en dos instituciones evangélicas y había repasado bien la noción de la Santa Cena en el ámbito de nuestras iglesias. Nuestra celebración de la Santa Cena respondía a una idea accesoria (=adjunta, accidental) de una imagen secundaria (no esencial o determinante) del partimiento (o fracción) del pan o de la eucaristía, según la cultura religiosa que fluía en nuestra tradición de parte de los grupos wesleyanos y bautistas de los cuales salieron nuestras denominaciones pentecostales. En consonancia con nuestra parca y escueta doctrina sobre este tema enseñábamos que la Santa Cena (o partimiento del pan o Eucaristía) era una remembranza de la cena pascual que tuvo Jesús con sus discípulos, que tenía un valor simbólico que aludía al sacrificio expiatorio de Cristo y cuya excelsitud estribaba más en el hecho de ser ordenanza (“hagan esto en recuerdo mío”) que de todo lo demás que pudiera constatarse en la Biblia, los Padres de la Iglesia y hasta en las iglesias de la Reforma protestante: «Celebramos de vez en cuando la Santa Cena porque Él lo mando como un acto simbólico (complementario [no necesario] a la predicación) de la muerte del Señor y porque ?y he aquí la gran aportación del pentecostalismo? era posible recibir un milagro de sanidad en ese momento.
La Eucaristía según San Pablo
Este profesor creía que el único texto eucarístico importante era 1 Co 11, 23-34, pero sobre todo los versículos 23 al 26; los demás (en especial del 27 al 34) eran consideraros como una explicación de las consecuencias de referirse al símbolo de la Cena sin gozar de la plenitud de la gracia divina. Para la celebración utilizábamos los versículos 23-26, y eran por lo tanto los que conocían nuestros fieles. Confieso que comencé a preocuparme cuando me percaté de la ineptitud de mi tradición, de los teólogos evangélicos y de mis primeros profesores pentecostales, al no tomar en consideración textos importantes con un inequívoco sabor eucarístico. Para comenzar, ni siquiera contábamos con una reflexión coherente de nuestros maestros y líderes con relación a las terribles consecuencias de enfermedad y muerte de 1 Co 11, 27-24 por causa del mal entendimiento de un símbolo, de algo que según nosotros era prescindible de la sustancia y la definición pentecostal del culto cristiano. Y otro tanto de desesperación me invadió cuando di al traste con la poca consideración que dábamos a los relatos de la institución de la Eucaristía (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20) ni de su sugestivo contexto pascual, ni de su trasfondo sacerdotal (Gn 14, 17-20) y soteriológico (Ex 12), y mucho menos nos habíamos enterado del consenso que siempre ha existido en la opinión de que Jn 6, 25-59 y Lc 24, 13-35 son textos eminentes que destacan un valor trascendental a la Eucaristía, o la Cena del Señor, o como hayamos querido llamarle.
Pero, en cuanto a nuestro pasaje preferido de 1 Co, lo increíble es que tampoco subrayáramos su contexto literario, imposibilitando de esta manera el descubrimiento de otros aspectos, riquezas y beneficios de la Eucaristía. Y este contexto literario que añade significado al mencionado texto es 1 Co 10. Este capítulo 10 sirve a la intención de Pablo de exigirle a sus lectores que frente a la mesa eucarística ellos tienen que decidirse (10, 20-21): la mesa del Señor o la mesa de los demonios. Con esto quiere matizar que frente a este acontecimiento cumbre del culto cristiano, todos tienen que tomar una decisión definitiva y radical. Luego, al combinarlo con el capítulo 11, pude comprender el valor de la Cena según San Pablo, al señalarla como signo de contradicción (en el capítulo 10): motivo excelente de conversión y razón de ser de una vida íntegra delante del Señor y de los hermanos, y esto, porque en este acontecimiento del partimiento del pan y de la “copa de bendición” tenemos comunión (común?unión) con el cuerpo y la sangre del Señor (10, 16).
Entonces pude ir sobre el capítulo 11, en especial por los versículos enigmáticos del 27 al 31. Tomemos el 29: dice que en esta Cena (que para mi era un recuerdo por referencia simbólica) se es juzgado por Dios si no se discierne el cuerpo y la sangre del Señor. Este no es el lugar para discurrir sobre disquisiciones exegéticas del texto en cuestión, pero la realidad es que “discernir” (diakríno) se refiere aquí a “darse cuenta” (determinar; decidirse por la realidad de lo que está de fondo; distinguir la verdad de lo que está frente a uno) de la presencia que subyace frente a uno en la mesa del Señor. En la antigüedad el cernidor (del verbo “cernir”) era un instrumento para separar (o para dis-cernir) el trigo de los demás componentes de la planta y de la tierra, pero también de otras plantas que podían confundirse como verdadero trigo. El discernir con el cernidor era la acción de darse cuenta, de identificar, de establecer un juicio certero de que lo que quedó después del ejercicio discernidor fue el trigo de verdad, lo que en realidad se buscaba, lo que importaba y daba sentido a la búsqueda. En otras palabras, el que no se da cuenta del verdadero cuerpo (mé diakrínon tó sóma [v. 28]) del Señor, el que no descubre esa realidad maravillosa que es Cristo mismo, se está metiendo en un grave problema que puede costarle la salud o la muerte (11, 30) ?Ahora sí tenía sentido eso de las consecuencias nefastas de enfermedad y muerte para los profanadores, es decir, para aquellos que menospreciaban, que no distinguían, que no se decidían, que no se daban cuenta del auténtico cuerpo de Cristo. El Dios del nuevo testamento no iba a matar a alguien simplemente por haber mal interpretado un mero símbolo?.
La Eucaristía según San Juan
Lo próximo fue el capítulo 6 de San Juan, versículos 22-71. ¡Increíble!: más de 40 versículos que versan sobre la Cena del Señor. Un pasaje bíblico impresionante que el catolicismo utiliza para sustentar su fe inamovible en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
Las referencias anti-presencia real a las que había recurrido veían un sentido “oscuro” este capítulo, o sea, no evidente o claro, sino que la plática de Jesús a sus interlocutores incrédulos debía entenderse siempre en sentido figurado. Una vez más se recurría al símbolo, a la Eucaristía como una representación, sólo como una referencia pedagógica tipo metáfora y cuya observancia de nuestra parte (no muy frecuente, por cierto) mostraba el grado de cumplimiento de un deseo del Señor: “hagan esto”.
Pero ahora, yendo sobre el pasaje en cuestión y mientras me refería a la otra cara de la moneda, es decir, cuando decidí ir sobre las palabras, escudriñándolas y tomando en serio la repercusión de la intransigencia del Señor y del empecinamiento de San Juan evangelista, pude descubrir el verdadero sentido de Jn 6, 22-71.
Lo primero que me señaló una interpretación literal de Jn 6 fue el sentido natural y recurrente de las palabras del Señor a través de todo el capítulo, de manera insistente y sin importar la resistencia de los incrédulos, ni las consecuencias para el éxito numérico de su ministerio o la reacción de sus simpatizantes (cf, 6, 2-3. 14. 22-23. 60.): “yo soy el pan vivo bajado del cielo”, “quien come de este pan vivirá para siempre”, “y el pan que voy a dar es mi carne, la cual entregaré por la vida del mundo”, “mi carne es verdadera comida… mi sangre es verdadera bebida”, “el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él”, “el que me coma vivirá por mí”, “si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros”, “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”, etcétera. Esta obstinación, reiterada y con tanta fuerza, no sólo desde el punto de vista de la interacción de los personajes en cuestión, sino también desde la óptica del lenguaje tenaz, gráfico, directo y sin ambigüedad de ningún tipo, se hace patente aquí en Jn 6; no hay precedente que pueda sugerir que una narrativa y diálogo como estos aludan a un entendimiento exclusivamente simbólico.
Junto a este sentido natural y demandante que anuncia la significación literal del pasaje en cuestión, y que por lo tanto lo señala como evidencia de la presencia real de Cristo en la Santa Comunión, tenemos el hecho de que Jesús no corrige la interpretación literal de sus oyentes. Esto es importantísimo porque es harto conocido y aceptado que una característica de este evangelio es que cuando, o cada vez que el Señor es mal interpretado o mal entendido, Él siempre corrige. Siempre: 3, 5; 4,34; 7, 38-39; 21, 21-23 (y hasta en Mt 16, 6ss).
Pero aquí, de manera atípica, y por lo tanto desconcertante para mí, El Jefe no corrigió, no se echó para atrás, no lo echó a votación ni les dijo que cada cual podía tener su propia idea o interpretación porque, total, somos hijos de un mismo Padre y le servimos a un mismo Dios.
Algunos dirían: “¡qué falta de perspectiva democrática, y de pluralidad, y de diálogo, y de tolerancia!... ¡pero qué nivel de intransigencia, y de integrismo, y de arrogancia!... ¡no está a la altura de los tiempos, carece de enfoque histórico crítico, no es capaz de un discurso estructuralista consecuente con la mentalidad de los que no piensan como él! ¡Es un fundamentalista!” El Señor es un buen maestro y quiere que todos lleguen al conocimiento de la verdad, y por lo mismo, ahora, cuando tiene una multitud cautiva de 10 mil personas que lo seguían, se vuelve a ellos para decirles lo que él cree, lo que quiere, la verdad, de frente, duro, sin tapujos ni relativismos acomodaticios: tenían que comérselo y bebérselo.
Lo tercero que me señaló una interpretación literal de Jn 6 fue que no encontré en toda la Biblia algún precedente que exprese a pan y vino como símbolos de cuerpo y sangre. En efecto, lo pude corroborar: no existe ninguna referencia bíblica que proponga una comparación espacial semejante, no hay ni siquiera una sola identificación simbólica de pan y vino como cuerpo (“carne”) y sangre… ninguna, nada de nada. Lo próximo fue el versículo 51b, que según la versión evangélica de mi Biblia Reina-Valera de 1995, decía: “y el pan que yo daré es mi carne, la cual entregaré por la vida del mundo”. Volví a leerlo. Lo meditaba y estudiaba, y pude así encontrar su repercusión literal ?o “literalista”, como señalábamos despectivamente a la versión católica?, a tono con todo lo que ya había desenvuelto.
Sabemos que Juan tenía una lucha acérrima en contra del gnosticismo, una herejía que circundaba la comunidad para la cual escribía y que enseñaba, entre otras cosas peligrosas para la supervivencia de la fe cristiana, que Cristo había venido en apariencia, en espíritu, porque la carne era mala (la prisión del espíritu y del alma y la coartadora de la verdadera y más conveniente divinización, que era la meta de los aventajados por una condición inherente a su superioridad espiritual).
Pensaban que el Verbo de Dios no pudo haberse manchado mediante el contacto con el principio de corruptibilidad, con la materia, con carne, en un cuerpo humano convencional, limitante, no divino. Por lo tanto, Cristo, como Verbo encarnado, no murió en la cruz. “Lo perfecto es eterno, espiritual, no corpóreo, no físico, no puede morir: Cristo no murió” ?El apócrifo gnóstico de Tomás dice que el Señor les hizo pensar que murió, y que comía y dormía, pero él más bien los engañaba?. No es difícil para ninguno de nosotros suponer el riesgo que esta corriente representaba si se infiltraba y repercutía en el cristianismo, sobre todo si entendemos a este último como la expresión de la verdad de Dios que deviene a partir de la versión judía de la revelación, y que logra su cumbre y sentido total en las personas y la palabra de Jesucristo, sus apóstoles y la Iglesia (el nuevo Israel). Es decir, que este “detalle” de la peligrosidad gnóstica es entendible para nosotros, los que aceptamos la naturaleza judeo-cristiana de la verdad que nos condiciona y define (revelación, alianza (pacto, testamento); encarnación (a propósito, ver alusión a la encarnación del verbo de 1, 14, en 6, 41-42, y cómo los judíos que resienten el lenguaje literal de Jesús son propuestos como no elegidos [v. 43]), vida, pasión, muerte y resurrección corporal de una persona 100 por ciento Dios y 100 por ciento humano), que todos tenemos acceso a los beneficios de Dios, en y por Cristo, y no solamente unos cuantos privilegiados y sabiondos de una cierta provisión misteriosa , como aducían los gnósticos.
Pues bien, la repercusión de Jn 6, 51b es que la carne que se nos dará para comer es la misma que padeció en el Gólgota. Y esto, teniendo presente la disyuntiva del evangelista con la herejía gnóstica. Juan estaba muy consciente de que la carne que daría Jesús para comer no podía ser mal entendida como algo etéreo e incorpóreo, y por lo tanto tan indeterminado como un fantasma. Juan, en línea con la predicación apostólica, pregonaba la vida humana, pasión, muerte y resurrección de un hombre de carne y hueso llamado Jesús de Nazaret. Ése mismo es el que se da como pan, se da a sí mismo, tal real y literal como lo tenía fijado el evangelista en su mente.
Lo siguiente que me señaló una interpretación literal de Jn 6, fue la imposibilidad de encontrar en la Biblia un precedente simbólico de comer la carne y beber la sangre que fuera coherente con el relato de Jn 6, 22-71, y que pudiera fundamentar una salida alegórica a este problema ?Ya lo consideraba un gran problema y estaba muy asustado. «La verdad católica de nuevo»?.
Resultó que siempre que la Biblia habla simbólicamente de comerse la carne o beberse la sangre de alguien (cf. Is 49, 26; M 3, 3), implica perseguir sangrientamente o destruir a una persona o a un pueblo”. Si era consistente con este antecedente simbólico y lo aplicaba al pasaje de Jn, tendríamos al Señor diciendo que aquellos que lo persigan, castiguen, le falten el respeto, lo injurien y lo destruyan, serán recompensados con la vida eterna (viz., 6, 50. 54.), tendrán vida en ellos (v. 53), vivirán por el Señor (v. 57) y vivirán para siempre (v. 51. 58.). Sólo un loco podría aceptar una aplicación tan disparatada. Entonces, una identificación simbólica de las afirmaciones comer y beber carne y sangre, tal y como aparecen en Jn 6, es imposible.
Otro hallazgo que me señaló una interpretación literal de Jn 6, fue el cambio de verbo ocurrido en el versículo 54. Hasta el v. 53 el Señor habla de comérselo, y para ello Juan utiliza el verbo fagéin (afagon, fáge, fagete), que es la palabra más común para designar el acto de comer, como consumir o ingerir alimentos. Ustedes saben que el nuevo testamento se escribió en griego koiné, y que se trata de una lengua muerta que no guarda correspondencia exacta con los idiomas que han bebido de él, como el español, por ejemplo. Pues lo que pasa aquí es que no hay un conseguimiento preciso de este cambio de conceptos, y por eso no aparece dicho cambio en nuestras versiones modernas. Sin embargo, se da un cambio significativo. Verán.
Fue en el instante más neurálgico de la discusión, cuando lo judíos lo impugnaban ?¡por última vez en el capítulo!? preguntándose “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?, que El Jefe cambia la palabra comer, de fagéin y sus derivados, a trógon (ho trógon mou tén sarka), lo cual implica una matización mucho más radical aún que señala indudablemente un sentido literal franco e indefectible. No me quedó más remedio que reconocer la verdad que tenía de frente: Ahora, en este preciso momento de incredulidad y de minusvalía de parte de los judíos hacia Jesús, este se atreve a cambiar, de comer o ingerir su carne, a morder, mordisquear, mascar, mascullar, roer; denota un proceso lento de carcomer, supone un énfasis perentorio en el acto de comer, como si se estuviera avanzando conscientemente en la ingestión inflexible de un alimento.
Busqué si se repetía el término en este evangelio y lo encontré en 13, 18, una vez más, en contexto eucarístico, mientras se efectuaba la última cena de Jesús con sus discípulos. Supe que me estaba metiendo en un problema. La Eucaristía como símbolo no tenía fundamento en Jn 6.
Y se me hizo patente cuando me aferré a cierta idea de los partidarios de la interpretación simbólica de Jn 6. Me sentí tan ridículo cuando descubrí la idiotez de esa posibilidad simbólica de cierto versículo del capítulo 6 de San Juan.
¿Y cuál era el argumento que presentaba a la Eucaristía como símbolo en jn 6? Pues el versículo 63: “El espíritu es el que da vida; la carne no sirve de nada”.
Desconcertante, ¿ah? ¿Con que el Señor a estado diciendo que su carne y su sangre son para vida eterna y comunión con el Padre y con él, y ahora se contradice para significar que su “carne no sirve de nada”? Es insólito hasta dónde son capaces de llegar algunos para defender lo indefendible, porque cuando empecé a auscultar la opinión de algunos colegas ministros me respondían con el argumento de Zwinglio, ese de que Jesús se contradecía para decir que la carne que padecerá por nosotros y por la cual seremos alimentados para vida eterna, no vale nada, es nada, como basura, igualito que los gnósticos.
Entonces aquella herejía era la verdad, si es que son consecuentes en su interpretación y continúan con la misma apreciación de la frase “El espíritu es el que da vida”. Esto sería incluso un intento atroz de preferir una noción heterodoxa y por lo tanto dañina, con tal de menguar un principio de literalidad como sentido correcto de un texto bíblico por el simple hecho de que no me conviene, o porque se supone que los católicos siempre estén mal.
Ya me había metido bastante con el evangelio de Juan y sabía a qué se refería el Señor en el versículo 63.
Las palabras en cuestión se refieren a uno de dos sentidos por los cuales Juan usa sarx (carne): como sinónimo de mentalidad o actitud carnal, como una mente dominada por las cosas materiales, que juzga según los sentidos (cf., 8, 15) ?esos sentidos que esbozábamos como lo concluyente en materia de la presencia real y la Eucaristía?, que se aferra a lo natural y por lo tanto no descubre la verdad espiritual que determina los asuntos divinos. Por eso, lo que se devela aquí es más bien otra prueba de la noción literal de presencia real, y así lo remacha sin duda el final del versículo 63: “Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.” O sea, las palabras del Señor con relación al pan de vida expresan una realidad divina que sólo el Espíritu es capaz de hacernos comprender y que por lo mismo es brote de vida eterna para los creyentes (cf., Jn 1, 33; 14, 26).
Tuve que reconocer que este acontecimiento que ha celebrado la Iglesia Católica por 2,000 años, con tanta fe y a un costo tan alto, supone una poderosa presencia especial de Dios. Una presencia que tiene que producir una excelente oportunidad de conversión. Esta oportunidad que provee Dios en la Eucaristía se constituyó para mí en una fuente reconciliación y de liberación también.
Y de esta manera tuve que actuar de acuerdo a mi conciencia, convencido y poseído de esta gran verdad de la Iglesia del Señor: una, santa, católica y apostólica. No me quedó más remedio. Tuve que renunciar a mi ministerio. Sufrí mucho.
Otras cuestiones
Otros temas con los cuales tuve que lidiar fueron: la excelencia de la Virgen María y la importancia de su rol en la historia de la salvación, el culto a Santa María y a los santos, el primado de san Pedro y la institución del papado, el bautismo de infantes y el sacramento de la Confesión. Siempre, sin excepción, encontré una respuesta contundente a favor de la Iglesia Católica Romana.
Aunque tengo que reconocer que no siempre descubrí la Verdad católica por iniciativa mía, sino sin quererlo; de hecho, por mucho tiempo me resistí, pues no quería hacerme católico.
Hasta que me encontré retando al Señor sometiéndome, por ejemplo, al sacramento de la Reconciliación (Confesión), y predicando en mi iglesia pentecostal, y en otras que me invitaban como evangelista, sobre la Virgen María, y negándome a rebautizar al modo protestante, y enseñando la versión católica de la teología a nuestros seminaristas evangélicos, y un largo etcétera.
Un alto Costo
Sobre los inconvenientes y las crisis vocacionales, familiares y económicas sólo las platico con las comunidades que nos invitan. Pero no debe ser difícil para nadie imaginar lo mucho que tuvimos que sufrir.
Y aquí me encuentro ahora, en la Iglesia de Jesucristo. Yo hubiera preferido otro método, pero el Señor lo dispuso así. Hay cosas que nunca comprenderé del todo. ¿Por qué señaló a Pedro como el primero? Juan era mejor. ¿Por qué escogió a Judas Iscariote como tesorero? De seguro Mateo le hubiese resultado mejor, pues había sido CPA del Imperio (publicano). ¿Por qué no hizo que la Biblia fuese suficiente? ¿Por qué no se limitó a poner sólo gente santa, perfecta, casta y pura en Iglesia Católica para hacerme el trago menos amargo? ¿Por qué permitió que yo sufriera la afrenta y el escarnio público por hacerme católico, si pudo haberme hecho nacer en esta Iglesia y ahorrarme problemas? Total, lo que él quería conmigo lo pudo haber realizado comoquiera.
Sólo se me ocurre una explicación para todo esto: ¡ÉL ES EL SEÑOR!
Actualmente, el Dr. Fernando Casanova es fundador y director de la Alianza Formativa, un ministerio de evangelización y formación en la fe católica para la Arquidiócesis de San Juan, Puerto Rico. Además es profesor de teología en el Centro de Estudios de los Dominicos del Caribe de la Universidad
Central de Bayamón.
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